|

Laura Freixas
Revista Letras libres – abril 2006
ARTE
CLONADO, SEXO PAGADO Y BANCOS TELEFÓNICOS
Desde que el
pasado mes de noviembre, en casa de Lucía Etxebarría,
conocí a un profesor universitario que me habló del arte
clonado, me he estado preguntando por qué esa idea me produce
escalofríos. Pues objetivamente, es impecable. Ilia
Galán, el profesor en cuestión, nos lo explicó a
unos cuantos, los que estábamos cerca, sentados más o
menos en el suelo, entre periódicos atrasados y libros
infantiles (Lucía tiene una hija de tres años), a la luz
de unas velas: un ambiente relajado, acogedor, entre intelectual,
multiétnico (había europeos, americanos, africanos y
asiáticos) y manga por hombro, como un Bloomsbury en
versión Lavapiés, para entendernos. El nombre Ilia,
combinado con el aire de icono ruso del profesor (alto, pálido,
barbudo) contribuía al aire exótico del conjunto, aunque
lo cierto es que el tal Ilia, en la vida civil (no me pregunten por
qué), se llama Javier. En fin, a lo que iba. Ilia-Javier nos
estuvo contando con gran entusiasmo, a mi amiga Amparo (Serrano de
Haro, profesora de arte y novelista) y a mí, que hoy es posible
clonar arte. He dicho clonar, no simplemente reproducir. La diferencia
es que una reproducción puede distinguirse de la copia, mientras
que una clonación (hecha con técnicas
informáticas) es indistinguible incluso para especialistas,
absolutamente idéntica al original, incluyendo, claro
está, los defectos y las huellas del tiempo. Y mientras Ilia
Galán iba desgranando las indiscutibles ventajas de ese nuevo
sistema: los museos, en vez de gastar sumas exorbitantes en adquirir un
original, comprarían por módicas sumas Monas Lisas a
mansalva; ya no habría importado que se dinamitaran los Budas
afganos; cualquier particular podría tener en su jardín
una perfecta Venus de Milo, y los alaskenses (o como se llamen) no
tendrían que pagarse un carísimo viaje para ver las
pirámides en Egipto, pues habría pirámides
egipcias en Alaska…, a mí me estaban dando sudores fríos.
Que la razón era incapaz de explicar.
Hasta que, meses
después, he tenido un problema con mi banco. Se trata de un
banco telefónico, que suministra exactamente los mismos
servicios, pero en mejor (sin horarios, sin comisiones, sin tener que
desplazarse a ninguna sucursal) que los de toda la vida; y del que yo
estaba encantada… hasta anteayer. Pues por culpa de una transferencia
que estaba a punto de llegar y no llegaba, me encontré con que
un cheque que había hecho, por una cantidad importante, era
técnicamente hablando un cheque sin fondos, con las
consecuencias penales que eso puede comportar, a menos que el banco me
autorizara un descubierto durante unos días. Todo esto, por si
fuera poco, ocurría estando yo en Estados Unidos, sin
teléfono fijo y con 6 horas de diferencia respecto a
España… A esas señoritas y caballeros que atienden las
llamadas con un tono cordial e inalterable, utilizando siempre las
mismas fórmulas (“encantada de atenderla, señora
Freixas”, “disculpe la espera, señora Freixas”), yo intentaba
explicarles que era cuestión de vida o muerte, que podía
quedarme sin un piso o perder lo que había pagado como arras, y
que además estaba llamando desde una cabina y se me estaban
acabando las monedas y estaba a punto de echarme a llorar, si no le
importa, y como vuelva a ponerme la musiquita y a decirme “disculpe la
espera, señora Freixas”, le voy a saltar a la yugular, prefiero
que me mande a paseo, que se enfade, que me grite, y como me vuelva a
decir “encantada de atenderla, señora Freixas”, le retuerzo el
pescuezo…
Ya sé que
parece que estas dos cosas: el arte clonado y los bancos
telefónicos, no tienen nada que ver. Déjenme que
añada una tercera, que tampoco tiene nada que ver, y ya
verán que al final sí. La tercera es una discusión
recurrente con una amiga mía, mujer de cincuenta y tantos
años, divorciada, una intelectual muy conocida y respetada, y el
tema por el que discutimos es la prostitución. Yo la considero
algo (estaba buscando una palabra más fina, pero me voy a liar
la manta a la cabeza y decir lo que me pide el cuerpo, ustedes me
perdonarán) asqueroso, humillante para quien cobra y aún
más para el que paga; ella considera, al contrario, que es “un
servicio” que se retribuye, como el del callista, y sólo piensa
que debería ser más igualitario, es decir, que hubiera
burdeles para mujeres y no sólo para hombres (por cierto que a
eso vamos: he leído hace poco que se ha inaugurado o se
está preparando un burdel gigante para prostitutos y clientas en
Las Vegas). Yo entonces vuelvo a la carga y le digo que además
de ser degradante, es un malentendido: lo que nos atrae del sexo no es
el sexo en sí, sino una relación humana (no forzosamente
de amor, claro, pero sí entre personas, aunque dure una noche).
A mí, le digo, el sexo a palo seco, sin seducción y sin
deseo, comprando un cuerpo como quien se compra una moto, me parece
sobre todo un autoengaño. A lo cual ella me contesta que aunque
sólo te dé “un 30 %” de la satisfacción que te da
acostarte con alguien a quien deseas y que te desea, ya es algo; y yo
no le contesto, pero me quedo pensando que ese mismo lenguaje: hablar
de tantos por ciento, ya es un síntoma de absurdidad, algo
así como pretender calcular en tantos por ciento lo que te
aporta Proust comparado con un best-seller de aeropuerto…
En fin, les iba
a decir qué tienen en común estas tres cosas, pero mejor
no se lo digo. Si no lo ven, es que me he expresado mal. O quizá
es que lo que quiero decir, aunque lo siento con una intensidad
visceral, poco menos que asesina (lo siento, Ilia; yo sé que
razonablemente hablando, toda la razón la tienes tú), no
es fácil de expresar con palabras.
|