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Laura Freixas
Revista Letras Libres - marzo 2007
VIRGINIA
WOOLF, MARÍA ANTONIETA Y UN CRIMEN EN CHUECA
¿Podemos,
con la imaginación, crear lo que no conocemos de primera mano?
Mal formulado. Está claro que podemos; la pregunta, entonces, es
más bien: cuando usamos la imaginación ¿estamos
adivinando esa realidad que no conocemos, o sustituyéndola
desvergonzadamente por otra? ¿Por qué
“desvergonzadamente”? ¿Acaso estaríamos haciendo algo
malo?... Era una mañana gélida de enero en Madrid, y esas
preguntas me rondaban mientras preparaba una clase sobre Virginia
Woolf, que habló de todo eso en sus ensayos… Para despejarme
salí al balcón, a tomar el fresco, a contemplar los
tejados, las fachadas amarillas y rosas de la plaza de Chueca… Y
entonces vi algo insólito. La plaza estaba acordonada. Del otro
lado de las cintas se agolpaban los curiosos; en el perímetro
delimitado por ellas, se recortaban en el suelo gris dos bultos
blancos… Dos hombres tendidos boca arriba, ambos con delantal blanco de
camareros, de un blanco blanquísimo, y sobre el delantal, una
gran mancha roja, de un rojo rojísimo… Hacía tanto
frío, que de vez en cuando los cadáveres se frotaban
enérgicamente las manos… hasta que una voz gritó
“¡Acción!”, y ellos, obedientes, recobraron el rigor
mortis reglamentario.
Hay una cosa que
no soporto en el cine; algo difícil de definir pero cuyo
síntoma más obvio es que los trajes son demasiado nuevos.
Demasiado perfectos, como el delantal blanquísimo y su mancha
rojísima. Se nota que acaban de salir de la modista o de la
tintorería o del taller de efectos especiales… Por eso me
irritó tanto la María Antonieta de Sofia Coppola, y
aún más Nicole Kidman haciendo de Virginia Woolf en Las
horas, con la nariz de goma, la cara de atormentada
oficial, dando zancadas como una histérica, y el beso que le
estampa a su hermana en la boca: los genios, ya se sabe…. Eso
sí, vestida con una elegancia exquisita, versión bohemia,
y en una casa no menos bohemia-y-exquisita… (De una carta de Vita
Sackville-West a su marido, tras conocer a Virginia: “La señora
Woolf no es nada afectada. No lleva ningún adorno. La
manera como se viste es atroz. Al principio no la encuentras guapa;
luego hay una especie de belleza espiritual que se te impone y empiezas
a mirarla con fascinación. (…).”. Sobre la decoración de
la casa de los Woolf, su comentario es escueto: “De una fealdad
inconcebible.”)
Y vuelvo a mi
escritorio, y vuelvo a mis preguntas. ¿No dice Woolf (citando a
Coleridge) que “la gran mente es andrógina”, lo que supone que
un gran artista masculino puede inventar personajes femeninos –y
viceversa- convincentes, reales? ¿Y no reprocha a los escritores
“materialistas” que cuando crean a un personaje, se queden sólo
en lo exterior: su casa, su indumentaria?... Así pues Woolf
creía que la imaginación puede adivinar la realidad que
no conoce: que saltando barreras de sexo, de clase, de época,
puede conocer desde dentro otras maneras de estar en el
mundo… Lástima que también afirme lo contrario. Por
ejemplo: “El escritor está sentado en una torre construida sobre
la posición y el oro de sus padres. Es una torre de la mayor
importancia: decide su ángulo de visión.” O cuando,
dirigiéndose a un congreso de obreras, reconoce su incapacidad,
en tanto que persona rica y educada, de meterse imaginariamente en la
piel de una de ellas. “Sería”, escribe, “una imagen falsa
y un juego demasiado juego para que valga la pena jugarlo.” Pues “la
imaginación”, asegura (pero, doña Virginia, ¿no
habíamos quedado en que “la gran mente es andrógina?”…),
“es hija de la carne”.
La
cuestión me preocupaba desde que publiqué una
antología de relatos, Madres e hijas, cuyas autoras
eran todas mujeres. ¿Acaso –se me objetó- un escritor
varón no puede imaginar una relación madre-hija?... Claro
que puede, pero me daba rabia pensar que con ese argumento, tan
aparentemente neutro, lo que se justifica es una realidad
histórica que de neutro no tiene nada: algunos seres humanos han
hablado en nombre de los demás, sin que éstos pudieran
explicarse por sí mismos.
Al final, la
respuesta la da la propia Virginia, no en teoría sino con
hechos: escribiendo Orlando, y subtitulándolo,
provocativamente, Una biografía. Vaya
biografía, cuyo biografiado es un poeta del siglo XVI que sigue
vivo en 1928, convertido en poetisa… ¿Qué quería
decirnos Virginia Woolf con ese divertido disparate? Lo mismo que Sofia
Coppola cuando nos muestra, entre los zapatitos rococó de Maria
Antonieta, unas zapatillas deportivas (es lo único que me
gustó de la película). Quieren darnos a entender que
existió realmente María Antonieta, y existieron poetas
renacentistas, pero que la imaginación no nos suministra esa
realidad, sino otra cosa. En definitiva, me dije a mí misma
abriendo por última vez el balcón y presenciando
cómo el cámara recogía sus bártulos y los
cadáveres se levantaban y se sacudían el polvo, la
imaginación tiene todos los derechos… menos uno: suplantar la
realidad, sustituirla, escamotearla; hacerse pasar por lo real y
pretender que nos lo creamos.
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