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Laura Freixas
LLa Vanguardia , 12-4-02
CIGÜEÑAS
Pero ¿existen las cigüeñas?… A mis cinco
o diez años, yo sabía mucho de cigüeñas:
sabía que todos los años, en febrero, llegaban volando
a Arenas de San Pedro y anidaban en el campanario; sabía
que conversan con las zorras, y se dejan convencer para meter
el pico en un frasco, so pretexto de que en el fondo encontrarán
natillas; tras lo cual ya no pueden sacarlo y la astuta zorra
puede tranquilamente zamparse a los cigoñinos en el nido.
Era una de las muchas historias que me contaba mi abuela, nacida
en Arenas, un pueblo de la Sierra de Gredos. Las cigüeñas
existían, claro está, igual que existía la
zorra, y el lobo, y los camellos, y los Reyes Magos, y Dios, y
Guillermo Brown, y las brujas y los dragones y Santa Lucía
con los ojos en una bandeja. Todo eso existía: ¿cómo
íbamos a dudarlo, con la triple garantía de la abuela,
los libros de la colección Calleja o El Molino, y el sacerdote
que nos daba catequesis?; existía: lo creíamos por
un acto de fe, aunque por misteriosas razones, nosotros, por ser
niños –o por ser de ciudad, eso no estaba claro-
no pudiéramos verlo.
Cuando por fin, veinte años más tarde, conocí
Castilla y vi cigüeñas, a pesar de que para entonces
no creía ya en las brujas, ni en los dragones, ni en Dios
–sí en Guillermo Brown: había descubierto
que la literatura puede ser la religión de los ateos-,
me siguieron pareciendo, como antaño, animales fabulosos:
con esa elegancia, cuando pausadamente vuelan o cuando están
erguidas, hieráticas, en los nidos; las grandes alas, el
largo pico, la sobriedad de sus colores; con esa predilección
por los lugares altos: tejados, campanarios; con el aura misteriosa
de los grandes viajeros, pues pasaban el verano en Europa y el
invierno en África, igual que esos aristócratas
de “A la búsqueda del tiempo perdido” que se
instalan en verano en su castillo, en otoño viajan a Venecia
en el Orient Express, pasan el invierno en el Grand Hôtel
de Niza y en su casa de París la primavera.
Con los años, el narrador de la novela de Proust descubre
que esos fabulosos duques y marqueses, que de pequeño lo
deslumbraban con el halo de su riqueza, de su título, de
su gran nombre, no son más que personas de carne y hueso,
vulgares y egoístas para más señas. Un reportaje
en el “Magazine” dominical de este periódico
(2-3-03) nos explica que las cigüeñas están
en pleno proceso de cambio. Ya no migran, o apenas, y su régimen
alimenticio ha cambiado: en vez de buscar anfibios, crustáceos,
pececitos, insectos… ahora encuentran más cómodo
revolver en los vertederos. Por cierto que ese nuevo régimen
de vida les sienta divinamente: cada vez hay más cigüeñas.
Era lo que nos faltaba. Por si fuera poco lo que nos defraudaron
los Guermantes, primero, y luego la familia real inglesa; por
si fuera poco ver a Mick Jagger convertido en abuelito y a los
simpáticos chicos de La Trinca en tiburones capitalistas,
con sombrero de copa y puro; por si fuera poco ver a los afortunados
habitantes del paraíso socialista acudir en tropel al asqueroso
imperio capitalista a hacer la calle o arreglar tuberías;
por si fueran poco los desaguisados urbanísticos y los
ascensores con hilo musical, ahora resulta que las cigüeñas
no migran y que comen basura. Si mi pobre abuela levantara la
cabeza.
La Vanguardia, 10-2-03 |