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AUTORRETRATO A LOS SESENTA Y
CINCO AÑOS
Nací en Barcelona en 1958 y
siempre, desde que recuerdo, quise ser escritora. Incluso conservo una
foto que me hicieron a los seis o siete años en la que
estoy escribiendo (todavía recuerdo qué: algo
titulado El sol). Con el tiempo, me ha llamado la
atención un detalle de esa foto en el que al principio no
había reparado: el disfraz de
enfermera. ¿Quién me lo habría regalado, y a
santo de qué, si nunca manifesté el menor interés
por las profesiones médicas...? La razón me parece,
ahora, evidente: como mujer, se esperaba de mí un rol de
cuidadora. Pero me hice la sueca.
Mi familia materna era charnega
(originaria de Ávila, castellanohablante y pobre) y la paterna
catalana y burguesa. Un bisabuelo mío tenía una
fábrica de cosméticos; mi abuelo, un taller de
confección, que mi padre heredó y convirtió en una
gran fábrica, hasta que hizo suspensión de pagos, como
casi todo el textil catalán, en los 80. Aprendí a hablar
en castellano, lengua de mi madre, y solo después vino el
catalán, que hablaba con mi padre y sigo hablando con mi
hermano. En el colegio, el Liceo Francés, aprendí como
lengua culta el castellano (por eso, y por ser mi lengua materna, lo
elegí como lengua literaria) y después el francés;
nunca he estudiado catalán (que solo sé escribir
correctamente, sin más).
Desde pequeña soñé
con vivir en distintos países; lo hice en Francia,
como estudiante, y en Inglaterra, como lectora de
español en las Universidades de Bradford y Southampton; pero a
partir de mi instalación en Madrid, en
1991, ya no me he movido más (salvo para estancias cortas,
cuando he sido profesora invitada en Universidades de Irlanda, Reino
Unido o EE.UU).
Soy lo que siempre quise ser: escritora.
Eso, en los primeros años, significaba escribir ficción:
empecé con El asesino en la muñeca (1988),
un libro de relatos semifantásticos, uno de los cuales (“Final
absurdo”) seleccionó Penguin en 1999 para una antología
bilingüe que incluía textos de García
Márquez, Puértolas, Cortázar... En 2001
publiqué otra colección de relatos, Cuentos
a los cuarenta, que me sigue gustando mucho. Y entre
tanto, me había atrevido ya (un poco temerariamente) con la
novela. La primera, Último domingo en Londres (1997),
obra compleja e inexperta, me hizo pasar muchos malos ratos.
Siguió Entre amigas (1988),
que fue fácil y agradecida. Después, Amor
o lo que sea (2005), también
autobiográfica, pero más culta y sofisticada, y en
2011, Los otros son más felices. A
esas alturas ya me había dado cuenta de que el gran tema de mi
ficción es el contraste entre dos visiones del mundo,
representadas por "parejas" de personajes que provienen de clases
sociales o lugares geográficos distintos, o tienen diferencia de
edad, o hablan distintas lenguas, o son de distinto sexo (en Los
otros..., el contraste es entre Cataluña y Castilla, entre
España e Inglaterra, entre la clase baja que aspira a ser media
y una burguesía que aspira a ser bohemia, entre dos actitudes
ante la vocación artística...). El origen de ese esquema
es obvio: podríamos decir que los modelos de todas mis parejas
de personajes es, claro está, la pareja de mis padres.
Desde hace unos años, lo que
más me interesa es la autobiografía. En 2007
publiqué una sobre mi familia y mis primeros veinte años,
titulada Adolescencia en Barcelona hacia 1970.
Como he llevado casi siempre diario, en 2013 se me ocurrió sacar
a la luz el de dos décadas antes, la época en que
llegué a Madrid, tuve a mi hija, empecé a abrirme paso, o
a intentarlo, en el mundo literario... Se publicó bajo el
título Una vida subterránea. Diario
1991-1994 y le siguieron Todos
llevan máscara. Diario 1995-1996. Saber
quién soy. Diario 1997-1999 y A
todos nos falta algo. Diario 2000-2002. En 2019
apareció el que creo que es mi mejor libro: A
mí no me iba a pasar, una autobiografía
“con gafas violeta” sobre la época central de mi vida:
matrimonio, maternidad... intentando contestar a la pregunta de
cómo y por qué terminé siendo lo que nunca
había querido ser: una mujer, en el sentido más
convencional y burgués de la palabra.
Cuando empecé a escribir y
más tarde a publicar (a finales de los 80), nunca se me
había ocurrido pensar que ser mujer influyera
para nada ni en mi escritura, ni en mi carrera. Bendita ingenuidad...
Pronto descubrí que la obra de una escritora es
percibida como “literatura de mujeres”, mientras que la de un
escritor es vista como “literatura” (a secas). Empecé a
reflexionar sobre ello, y en eso sigo: es un tema inagotable,
interesantísimo, y que me ha llevado a escribir ensayos
(Literatura y mujeres, La
novela femenil y sus lectrices, El
silencio de las madres, y la última, ¿Qué
hacemos con Lolita?), compilar
antologías (una de ellas, Madres e hijas,
de 1996, fue un gran éxito de ventas) y crear, junto con otras
compañeras, la asociación Clásicas y
Modernas para la igualdad de género en la cultura
(de la que fui la primera presidenta, de 2009 a 2017). Con los
años, ya no siento solo frustración y rabia por la
discriminación, sino alegría y
estímulo al ver que, como mujeres, tenemos vivencias y puntos de
vista que no se encuentran representados, o apenas, en la cultura, y
que nosotras podemos explorar, enriqueciendo el corpus
literario. Como lo hicieron Madame de Sévigné, Virginia
Woolf, Simone de Beauvoir, Colette, Anaïs Nin, Rosa Chacel,
Clarice Lispector, Sylvia Plath, Lucia Berlin... y otras muchas
escritoras a las que leo, releo, admiro y estudio.
Mi relación con el mundo
cultural que me rodea, y el suyo conmigo, es, me temo,
de amor-odio. Leo, visito exposiciones, voy a la
ópera, al cine, al teatro, y todo eso me interesa y lo
disfruto... pero no puedo evitar notar y señalar el machismo
casi omnipresente. Y ese mundo cultural, a su vez, me invita a
participar en él, pero también se irrita conmigo y
desconfía de mí (un entrevistador me dijo una vez algo
que me dejó muy sorprendida: "Eres una francotiradora. Te tienen
miedo")... Qué se le va a hacer.
Aparte de escribir mis libros (cosa de
la cual, evidentemente, no vivo; ni yo ni casi nadie), tengo una
columna en La Vanguardia, desde 2001, escribo
esporádicamente en otros medios, como El
País, he impartido cursos y talleres, he
organizado ciclos (por mí misma, o en nombre de
Clásicas y Modernas) como el que codirigí en
Caixaforum con Pilar Vicente de Foronda, Ni ellas
musas, ni ellos genios, de 2014 a 2019, que fue un gran
éxito, y doy regularmente conferencias, cosa
que me gusta, me interesa y me divierte. La que impartí en 2013
en la Fundación March sobre Virginia Woolf tiene, a día
de hoy, 152.000 visualizaciones; he dado otras muchas sobre escritoras
(Sylvia Plath, Anais Nin, Clarice Lispector...) y también he
hablado del mito del genio (Pablo Neruda y la mujer sin
nombre, en Caixaforum) y de otros mecanismos culturales
que excluyen a las mujeres (Las mujeres y el canon,
en la Biblioteca Nacional).
Hasta ahora nunca había incluido
en mis resúmenes biográficos nada sobre mi
situación personal o familiar. Ese silencio se
debía en parte al deseo de preservar mi intimidad, y
también al miedo de que una frase como “está casada y es
madre de dos hijos” pudiera interpretarse como un deseo de
respetabilidad, especialmente teniendo en cuenta mi conocida
condición de feminista. Ahora, sin embargo, veo motivos para
sacar lo personal a la luz.
Por una parte, no quiero contribuir a la
ficción del creador que crea solo, desvinculado de cualquier
entorno (ficción que de hecho sirve para invisibilizar
privilegios de clase y género). Por otra, considero que crear y
criar hijas/os es una forma de creación tan difícil y
valiosa como la intelectual o artística. De modo que aquí
van algunos datos personales. Haber nacido en la clase burguesa me ha
dado muchas facilidades, como una educación excelente o la ayuda
económica de mis padres cuando la he necesitado. Sin eso, no
estoy segura de que hubiera conseguido dedicarme tanto como me he
dedicado y me dedico a la escritura. Por lo demás, me
casé en 1989 con un extranjero (francés), ejecutivo del
sector bancario; me mudé con él a Madrid porque era la
ciudad en la que tanto él como yo encontramos empleo; tuvimos
una hija en 1994 y adoptamos un hijo en 2000. Pero yo no estaba
satisfecha. Sentía que estaba viviendo una vida
inauténtica, de acuerdo con unos valores que no eran los
míos y no me hacían feliz. Por decirlo a la pata la
llana: me estaba convirtiendo en una maruja, aunque fuera una maruja de
lujo. En 2006 me divorcié, rompiendo tanto con mi marido como
con el barrio y el estilo de vida que uno y otro representaban.
En 2008 recibí un mail de un
desconocido que me comentaba un artículo mío en La
Vanguardia. Le contesté... me contestó... le
contesté... y ahora vivimos juntos.
Hoy por hoy, a mis sesenta y cinco
años, mi único verdadero proyecto es seguir creciendo
literariamente. Por lo demás, lo que deseo es seguir viviendo
como vivo, llevando esta vida que he construido a mi medida y que me
hace feliz, rodeada por las personas a las que quiero.
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